domingo, diciembre 11, 2011

A woman in the sun_por Begoña




 
  

De pie y con las piernas un poco separadas, como si estuviera plantada con pico y pala en el centro de la estancia, Elizabeth, enteramente desnuda, se fumaba el cigarrillo número veinticinco de aquel día de aniversario y entierro. A causa de los últimos acontecimientos, había olvidado que ese mismo día se cumplían cinco lustros de su llegada a América. Aspiró el humo con profundidad y mordió la boquilla al evocar a su padre. No era extraño recordarle justo ahora, ya que él fue quién la empujó a emigrar. No de forma voluntaria por supuesto, su padre nunca le hubiera permitido abandonar Irlanda pero precisamente por eso se fue.

Elizabeth odiaba a su padre y adoraba a su abuela, una vieja venerable con largas trenzas blancas que inspiraba respeto desde lejos. La recordaba diciendo cada vez que algún comerciante venía a ofrecerle un ventajoso negocio: “Salen de Irlanda cada año más de 80.000 libras de lana para las manufacturas de Inglaterra, pero la lana de mis ovejas la trabajaré yo, abrigará a los míos y sólo dará servicio a los de mi clan.” Cuando el comprador se daba la vuelta y comenzaba a bajar la colina, la abuela añadía gritando: “Tampoco os venderé el lino, todo es mío”. La cara se le dulcificaba en cuanto volvía la mirada hacia la rueca. Se sabía su nieta preferida y no podía olvidar las tardes juntas, escuchando historias fantásticas de dioses paganos. Una mañana de domingo, mientras le ayudaba a retorcer la lana, como tantas veces, y la anciana mecía el pedal con determinación casi juvenil, las sorprendió el padre de Elizabeth, y con las piernas muy abiertas le ordenó que se metiera en casa, la abuela paró lentamente pero la joven no se movió, siguió separando la lana y cepillándola mientras el hombre se tensaba como una cuerda áspera: “¡Adentro he dicho!”, Elizabeth continuó oprimiendo el hilo con un temblor apenas perceptible, firmemente pegada a la silla con la misma determinación con la que la abuela Danna volvía a impulsar la rueca. Fue entonces, apenas hubo dicho la joven: “Canta para mi “la Rueca” abuela “cuando su padre impulsó el brazo como un veterano lanzador de disco, asestándole un golpe en la cabeza que la tiró de la silla, la anciana gritó, Elizabeth se levantó y entró en casa tapándose la oreja en un intento por frenar la sangre que escapaba por los dedos, se quitó el delantal y optó por escuchar la conversación que mantenían afuera:
- ¡No quiero que sea una maldita araña como tú! ¡Bruja! Tampoco quiero que pase tiempo contigo, ni que le llenes el cogote de basura blasfema. ¡Me oyes! Podríamos vender el lino a los fabricantes y ganaríamos mucho dinero, pero tú que no, tú con los tuyos, tú con tu mierda y esa letanía de veneno que no se de dónde te sacas.
- Si no fuera por mi hija, ya no vivirías en esta casa. Maldigo el día en que le permití casarse contigo. Tu si que eres hijo del demonio, el mas rudo y bestia de sus hijos. No sabes quien es Belisama, ni tu mente alcanzaría a entenderlo. Solo te hago una advertencia, si vuelves a tocar a Elizabeth, no te despacharé de mi casa. Te mataré.
La abuela tensaba una gruesa hebra entre sus puños apretados mientras su yerno se dirigía al establo jurando contra ella y arremetiendo a puntapiés contra las piedras del camino.
Elizabeth intuyó entonces que su padre no dejaría de pegarle, ni siquiera podía recordar la primera vez que le pegó. Pensó que debía de ser muy niña cuando le puso la mano encima dando por inaugurada una relación basada en el miedo.
Betty, como la llamaban los mas cercanos, que no eran muchos, interrumpió sus pensamientos forzada por el dolor que sintió entre sus dedos, sacudió la mano para librarse del resto aceitoso de colilla que se le había pegado a la piel. Veinticinco años, casi la mitad de su vida, pero pensó que no hizo balance cuando cumplió los cincuenta y tampoco iba a hacerlo ahora que estaba de luto.
La noticia de la muerte de Michael se la dio Darren  con visible embarazo y discretamente apenado:
“Es una mala noticia Betty” y ella pensó que la noticia no era ni buena ni mala, o mejor aún podía ser una catástrofe o una ventana al mundo. Se abrazaron. Michael había sido un amigo para ambos aunque con Elizabeth mantuvo una relación mas estrecha, mas intima, eran amantes. Se trataba de algo clandestino aunque a ella le costó entender aquella ocultación a la que se veía sometida y a la que se plegaba para no perderle.
Todos sabían que él la engañaba. Lo sabía hasta Darren que no andaba precisamente sobrado de sagacidad emocional. Darren lo supo desde el día que Michael fue por primera vez al Nighthawks y oyó algunas palabras de la conversación telefónica que Michael mantuvo con su esposa. Pero Darren era un buen camarero y su discreción brillaba como la bandeja que portaba con gran habilidad, además Darren no se lo hubiera dicho en aquella época, porque creía que algunas cosas son de hombres y otras de mujeres, y que por supuesto le debía a su congénere una lealtad que estaba por encima de su amistad con Betty, por encima incluso de su amor por ella.
Todos lo sabían menos ella que tuvo que esperar a que muriera, a tomar precipitadamente el primer billete de avión para Albuquerque y sufrir durante siete largas horas de encierro en aquel monstruo de metal. Encogida en el asiento, mientras oía como un eco las recomendaciones de la azafata, recordaba aquel su primer vuelo con Michael, las primeras y únicas vacaciones que pudo disfrutar con el. Michael nunca quiso hacer planes, siempre respondía con evasivas: “Falta mucho para el año que viene”, “mi trabajo me exige mucho” o “Hay que pensar las cosas con calma”. Ella creía sin más que era reservado y cauto, por eso cuando un día Darren le dijo con la rudeza que le caracterizaba, que ella estaba perdiendo el tiempo con un hombre oscuro, con un hombre que ocultaba algo, se enfrentó a su amigo y ambos acabaron llorando tras una acalorada discusión en la que Darren llegó a decirle que era una puta. Se quedó dormida. Un viento acerado la recibió cuando llegó a Albuquerque, amanecía pero ni siquiera tuvo tiempo de tomar un café. Agarró la pequeña bolsa de viaje que le había regalado Michael hacia casi diez años y se subió al autobús que salía para Santa Fe. Olía a agrio, estaba claro que alguien se había pasado con el picante y no pudo evitar hacerlo saber al resto del pasaje. No dejaba de preguntarse qué era lo que llevó a Michael a un pueblo perdido al sur del país. Nunca le había oído hablar de Nuevo México. Elizabeth movió los pies, tenía los tobillos inflamados, llevaba muchas horas sentada y solo tenía dos horas para descansar antes del funeral. No sabía si presentarse en el hotel como la novia del fallecido o como una amiga, estarían sus padres, toda su familia. Elizabeth se preguntaba si les habría hablado de ella en todos esos años. Seguro que si, pensó.
- ¿Es usted de la familia? Le preguntó el recepcionista mientras el mozo le hacía un gesto para tomar el maletín.
- Bueno, yo precisamente…
El joven atento y bien uniformado pero con prisas la interrumpió:
- No importa. Antes de subir a su habitación, si lo desea puede usted dirigirse a la sala del duque, la encontrará al lado de los ascensores, siguiendo este pasillo a la derecha. Su viuda recibe desde primera hora.
Elizabeth, no recuerda siquiera si le dio las gracias al de recepción, sintió tan solo que sus piernas fuertes como su raza, trabajadas desde niña en el pedaleo incesante de la rueca, se quebraban a la orden de su corazón, que las evasivas pasaban como un cortometraje malo ante sus ojos y un pitido le nublaba el conocimiento. Se recuperó entre los brazos de dos empleados que la estaban dejando sobre la cama. Cuando se fueron, se desnudó, tiro los zapatos bajo la cama y se encendió un cigarrillo.
Elizabeth, en el centro de la habitación, de pie y con el sol iluminando su pubis, se aferraba al suelo con las uñas de los pies mientras especulaba sobre si Michael  merecía que ella le guardara algún luto.