De pie y con las piernas un poco separadas, como si
estuviera plantada con pico y pala en el centro de la estancia, Elizabeth,
enteramente desnuda, se fumaba el cigarrillo número veinticinco de aquel día de
aniversario y entierro. A causa de los últimos acontecimientos, había olvidado
que ese mismo día se cumplían cinco lustros de su llegada a América. Aspiró el
humo con profundidad y mordió la boquilla al evocar a su padre. No era extraño
recordarle justo ahora, ya que él fue quién la empujó a emigrar. No de forma
voluntaria por supuesto, su padre nunca le hubiera permitido abandonar Irlanda
pero precisamente por eso se fue.
Elizabeth odiaba a su padre y adoraba a su abuela,
una vieja venerable con largas trenzas blancas que inspiraba respeto desde
lejos. La recordaba diciendo cada vez que algún comerciante venía a ofrecerle
un ventajoso negocio: “Salen de Irlanda cada año más de 80.000 libras de lana
para las manufacturas de Inglaterra, pero la lana de mis ovejas la trabajaré
yo, abrigará a los míos y sólo dará servicio a los de mi clan.” Cuando el
comprador se daba la vuelta y comenzaba a bajar la colina, la abuela añadía
gritando: “Tampoco os venderé el lino, todo es mío”. La cara se le dulcificaba
en cuanto volvía la mirada hacia la rueca. Se sabía su nieta preferida y no
podía olvidar las tardes juntas, escuchando historias fantásticas de dioses
paganos. Una mañana de domingo, mientras le ayudaba a retorcer la lana, como
tantas veces, y la anciana mecía el pedal con determinación casi juvenil, las
sorprendió el padre de Elizabeth, y con las piernas muy abiertas le ordenó que
se metiera en casa, la abuela paró lentamente pero la joven no se movió, siguió
separando la lana y cepillándola mientras el hombre se tensaba como una cuerda
áspera: “¡Adentro he dicho!”, Elizabeth continuó oprimiendo el hilo con un
temblor apenas perceptible, firmemente pegada a la silla con la misma
determinación con la que la abuela Danna volvía a impulsar la rueca. Fue
entonces, apenas hubo dicho la joven: “Canta para mi “la Rueca” abuela “cuando
su padre impulsó el brazo como un veterano lanzador de disco, asestándole un
golpe en la cabeza que la tiró de la silla, la anciana gritó, Elizabeth se
levantó y entró en casa tapándose la oreja en un intento por frenar la sangre
que escapaba por los dedos, se quitó el delantal y optó por escuchar la
conversación que mantenían afuera:
- ¡No quiero que sea una maldita araña como tú!
¡Bruja! Tampoco quiero que pase tiempo contigo, ni que le llenes el cogote de
basura blasfema. ¡Me oyes! Podríamos vender el lino a los fabricantes y ganaríamos
mucho dinero, pero tú que no, tú con los tuyos, tú con tu mierda y esa letanía
de veneno que no se de dónde te sacas.
- Si no fuera por mi hija, ya no vivirías en esta
casa. Maldigo el día en que le permití casarse contigo. Tu si que eres hijo del
demonio, el mas rudo y bestia de sus hijos. No sabes quien es Belisama, ni tu
mente alcanzaría a entenderlo. Solo te hago una advertencia, si vuelves a tocar
a Elizabeth, no te despacharé de mi casa. Te mataré.
La abuela tensaba una gruesa hebra entre sus puños
apretados mientras su yerno se dirigía al establo jurando contra ella y
arremetiendo a puntapiés contra las piedras del camino.
Elizabeth intuyó entonces que su padre no dejaría
de pegarle, ni siquiera podía recordar la primera vez que le pegó. Pensó que
debía de ser muy niña cuando le puso la mano encima dando por inaugurada una
relación basada en el miedo.
Betty, como la llamaban los mas cercanos, que no
eran muchos, interrumpió sus pensamientos forzada por el dolor que sintió entre
sus dedos, sacudió la mano para librarse del resto aceitoso de colilla que se le
había pegado a la piel. Veinticinco años, casi la mitad de su vida, pero pensó
que no hizo balance cuando cumplió los cincuenta y tampoco iba a hacerlo ahora
que estaba de luto.
La noticia de la muerte de Michael se la dio
Darren con visible embarazo y
discretamente apenado:
“Es una mala noticia Betty” y ella pensó que la
noticia no era ni buena ni mala, o mejor aún podía ser una catástrofe o una
ventana al mundo. Se abrazaron. Michael había sido un amigo para ambos aunque
con Elizabeth mantuvo una relación mas estrecha, mas intima, eran amantes. Se
trataba de algo clandestino aunque a ella le costó entender aquella ocultación a
la que se veía sometida y a la que se plegaba para no perderle.
Todos sabían que él la engañaba. Lo sabía hasta
Darren que no andaba precisamente sobrado de sagacidad emocional. Darren lo
supo desde el día que Michael fue por primera vez al Nighthawks y oyó algunas
palabras de la conversación telefónica que Michael mantuvo con su esposa. Pero
Darren era un buen camarero y su discreción brillaba como la bandeja que
portaba con gran habilidad, además Darren no se lo hubiera dicho en aquella
época, porque creía que algunas cosas son de hombres y otras de mujeres, y que
por supuesto le debía a su congénere una lealtad que estaba por encima de su
amistad con Betty, por encima incluso de su amor por ella.
Todos lo sabían menos ella que tuvo que esperar a
que muriera, a tomar precipitadamente el primer billete de avión para Albuquerque
y sufrir durante siete largas horas de encierro en aquel monstruo de metal.
Encogida en el asiento, mientras oía como un eco las recomendaciones de la
azafata, recordaba aquel su primer vuelo con Michael, las primeras y únicas
vacaciones que pudo disfrutar con el. Michael nunca quiso hacer planes, siempre
respondía con evasivas: “Falta mucho para el año que viene”, “mi trabajo me
exige mucho” o “Hay que pensar las cosas con calma”. Ella creía sin más que era
reservado y cauto, por eso cuando un día Darren le dijo con la rudeza que le
caracterizaba, que ella estaba perdiendo el tiempo con un hombre oscuro, con un
hombre que ocultaba algo, se enfrentó a su amigo y ambos acabaron llorando tras
una acalorada discusión en la que Darren llegó a decirle que era una puta. Se
quedó dormida. Un viento acerado la recibió cuando llegó a Albuquerque, amanecía
pero ni siquiera tuvo tiempo de tomar un café. Agarró la pequeña bolsa de viaje
que le había regalado Michael hacia casi diez años y se subió al autobús que
salía para Santa Fe. Olía a agrio, estaba claro que alguien se había pasado con
el picante y no pudo evitar hacerlo saber al resto del pasaje. No dejaba de
preguntarse qué era lo que llevó a Michael a un pueblo perdido al sur del país.
Nunca le había oído hablar de Nuevo México. Elizabeth movió los pies, tenía los
tobillos inflamados, llevaba muchas horas sentada y solo tenía dos horas para
descansar antes del funeral. No sabía si presentarse en el hotel como la novia
del fallecido o como una amiga, estarían sus padres, toda su familia. Elizabeth
se preguntaba si les habría hablado de ella en todos esos años. Seguro que si,
pensó.
- ¿Es usted de la familia? Le preguntó el
recepcionista mientras el mozo le hacía un gesto para tomar el maletín.
- Bueno, yo precisamente…
El joven atento y bien uniformado pero con prisas
la interrumpió:
- No importa. Antes de subir a su habitación, si lo
desea puede usted dirigirse a la sala del duque, la encontrará al lado de los
ascensores, siguiendo este pasillo a la derecha. Su viuda recibe desde primera
hora.
Elizabeth, no recuerda siquiera si le dio las
gracias al de recepción, sintió tan solo que sus piernas fuertes como su raza,
trabajadas desde niña en el pedaleo incesante de la rueca, se quebraban a la
orden de su corazón, que las evasivas pasaban como un cortometraje malo ante
sus ojos y un pitido le nublaba el conocimiento. Se recuperó entre los brazos
de dos empleados que la estaban dejando sobre la cama. Cuando se fueron, se
desnudó, tiro los zapatos bajo la cama y se encendió un cigarrillo.
Elizabeth, en el centro de la habitación, de pie y
con el sol iluminando su pubis, se aferraba al suelo con las uñas de los pies
mientras especulaba sobre si Michael
merecía que ella le guardara algún luto.